Los diamantes son para siempre (marzo de 2007)

16/06/2009 at 18:55 Deja un comentario


Los diamantes son para siempre. Es lo que tienen, su … capacidad de mantenerse inalterados, no sé si me explico. A mí me conquistarían con uno.

Se cruzaron las miradas. Él levantó una ceja, como provocando. A ella le bastó. Soltó una risa torpe, como de niña pequeña, e intentó seguir hablando.

– A ver, que la peli me ha gustado mucho. Y la Kidman es la leche, eh? Que tampoco quiero que pienses que soy una niñata superficial, que se muere por una piedra.
– Sí, ya… eso decís todas y al final…
– ¿Al final qué?
– Nada, nada…
Intercambiaron una sonrisa. Los dos lo notaron. Para ser una primera cita, estaban muy cómodos.
Era un día de octubre, con luz de lluvia. Un día oscuro, que a él le sirvió de excusa para acercarla a casa en su coche con su carnet recién sacado. A ella, la luz de lluvia le sirvió de excusa para aceptar su oferta, reírse en el coche, y darle un beso de despedida. Ahora fue él el que aceptó su oferta.
Fue un beso sin más. No hubo música, ni se detuvo el tiempo.

Con el tiempo, aprendieron a hacerlo mejor. Se hicieron a la idea de estar juntos, crecieron… poco a poco, aprendieron a quererse. Se convirtieron en una pareja habitual, que no destacaba por su pasión ni por las cosas que tenían en común, pero nadie se hacía a la idea de verlos separados. Básicamente, querían quererse.

Y se quisieron.

Y fue el tiempo quien, de nuevo, hizo más evidente sus vacíos. Los de él y los de ella.
A ella le dolió asumir que nunca tendría su diamante.
A él le costó asumir que a ella le doliera estar con él. No entendía que ella no lo supiera desde el principio.
A él empezó a dolerle que ella le pidiese cosas que él no podía darle.
Empezaron a dolerse el uno al otro.

Y como habían empezado a quererse, empezaron a desquererse. Exactamente igual.
Lo que antes eran simpáticos detalles, se volvieron insoportables manías. Lo que antes eran diferentes puntos de vista, se volvieron opiniones muy encontradas.
Y uno de los dos, cualquiera, ni siquiera ellos tenían muy claro quién, decidió que aquello había dejado de tener sentido. Y se acabó.
Tal como había empezado. Sin voces ni pasión. Sin lágrimas ni música.

Meses después, de nuevo luz de lluvia. Él había insistido en quedar. Necesitaban sentirse cerca, pensaba ella mientras esperaba.

Y el encuentro.
Y el reencuentro.
Y ese no saber si darse un beso o dos, porque el cuerpo tiene impulsos que cuesta frenar.
Y esas conversaciones absurdas que se crean en un segundo. Y un diálogo que va tomando forma, al mismo tiempo que importancia.
– ¿Cuándo fue la última vez que viniste por aquí?
– Pues… contigo. No he querido volver a venir. ¿Y tú?
– Tampoco. Era como … nuestro.

Ambos hicieron una pausa. Cada uno pensó en la de veces que habían paseado por allí con otras personas, cuidándose muy mucho de no encontrarse el uno con el otro. Ambos pensaron en lo evidente que resultaba esa mentira a dos bandas.
– ¿Te acuerdas de la primera vez que vinimos?
– Sí, claro. Me encantó. Nos sentamos en aquel banco y tú me besaste y me dijiste: “Podría perderme en tu mirada”.
– Uf… que cursi que llego a ser. Y mi sentido de la orientación es una mierda. Podría perderme en un garaje.

Y de repente, los dos se dieron cuenta de la burrada. De lo ofensivo que podía resultar.
Pero nadie se dio por ofendido. Simplemente se dieron cuenta de lo absurda que resultaba la situación.
Y se dieron media vuelta.

Y se despidieron sin más palabras, y cada uno se llevó sus recuerdos y un poco de luz de lluvia.

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